Aquel día me levanté decidido. No era la primera vez que lo pensaba, pero hasta entonces… ¿cómo decirlo? ¿Habrá algún gesto más normal, más cotidiano, más sencillo que salir a desayunar a la calle? Pues no es tan fácil. O al menos, a mí no me lo parecía. Así que cogí la mochila, metí la guía de la India, un mapa, un par de folletos más (por si acaso), ropa de abrigo (en diciembre en Delhi puede hacer bastante frío), la cámara de fotos y salí a la calle. Era el día para mi primer desayuno indio.
Me encantaba. Me encanta India. Me encantan las calles, la gente, el polvo, la arena, el ruido del tráfico, los cláxones, la gente. Gente por todas partes; mujeres en saree, mujeres en pantalones ajustados y camisas largas, hombres y mujeres con ropas roídas, viejas, nuevas, moda occidental y extravagante, monjes y sacerdotes con túnicas rojas o naranjas. Perros, vacas, motos, coches, monos, más perros y, sobre todo, más gente. Mi plan era tan sencillo y viejo como el mismo mundo: pasear, ir por donde me llevara el instinto, observar las mil cosas raras que comen allí por la mañana (arroz, garbanzos, lentejas, tortitas de trigo aplastadas, cosas fritas a millones, salsas rojas, salsas verdes, fruta, verdura, salsas blancas. Pasé por delante de un puesto ambulante y decidí comprar algo para el almuerzo y la cena. Se trataba de un carro viejo de maderas roídas, ruedas como de bicicleta con neumáticos medio vacíos, sacos harapientos, sucios y gastados conteniendo mercancía de todos los colores, y más sacos, esta vez de plástico, más nuevos y más blancos y esparcidos por los alrededores. Meses después descubriría que, en el suelo, usando esos carritos como techos y esos sacos de plástico como como colchones, duermen los dueños de los puestos. Compré un manojo menta fresca que no olía a nada, unas espinacas que resultaron exquisitas, zanahorias que no eran naranjas sino de un rojo intenso y que con guisantes que tuve que sacar de sus vainas, paneer, arroz basmati y especias estuvieron deliciosos.
Seguí dando vueltas. Pasé por un tenderete que vendían yogurt fresco y lasi, tiendas de zumos con todos los tipos de fruta imaginable en sus vitrinas, grandes calderos de aceite negro y humeante en el que se freían todo tipo de cosas. No sabía qué hacer. Tenía hambre, eso desde luego, pero las barreras del no-sé, no-me-atrevo, no-me-van-a-entender y vete a ser cuántas cosas más me retenían. Hasta que vi un pequeño puesto casi vacío. Lo regentaban dos chavales de aspecto de tener menos de 18 años. Los chavales freían varias cosas que tenían buena pinta. Eran solo dos: una especie de pan redondo, aplastado y esponjoso y de color claro, y unos triángolos isósceles, cubiertos de rebozado, que parecían sandwiches y que estaban también fritos. El único comensal que había ponía cara seria cada vez que introducía una cuchara de plástico en un platito pequeño y se llevaba a la boca una especie de salsa espesa de color amarillo chillón. Me pareció una buena opción, sobre todo porque, al ser pocos, era probable que si hacía alguna estupidez pasara casi desapercibido. Así que me acerqué.
Cuando señalé con el dedo aquel pan frito y esponjoso y pregunté «how much?» se me quedaron mirando. Fijamente. No conté el tiempo, pero con probabilidad más de un minuto. Sesenta segundos de cuatro ojos marrones y blancos que te miran fijos y directos es mucho, muchísimo. Luego, el que estaba más cerca siguió a lo suyo, como si no hubiera dicho nada. El otro miró a su único cliente. El tipo hundió la cuchara en aquella salsa, se la llevó a la boca, se manchó el bigote y, aún con la comida en la boca, la abrió y me dijo «ten rupees». Un hilillo de saliva amarilla le salió y fue a parar al suelo que, casualmente, tenía un color parecido. Ignoré el escupitajo. Diez rupias son menos de 40 céntimos de euro, así que sonreí e hice un gesto con la cabeza que quería decir algo como «venga, vale, vamos a probarlo». Mi primera sorpresa fue que, en vez del ansiado pan frito, o incluso el sandwich, también frito, que estaban sobre el tenderete, lo que cogió fue un platito pequeño, hecho de hojas aplastadas y cubierto por una revestimiento de color plateado, lo llenó con la salsa misma salsa amarilla que comía el tipo de al lado y que sacó de debajo del mostrador. Me lo alargó con las manos, lo cogí con las mías, y entonces ocurrió una de esas cosas que suelen ocurrir en la India cuando te das cuenta de que no tienes el control, que no entiendes nada, que todo es tan difícil que es mejor no intentar desayunar en la calle porque seguro que va a ocurrir algo que te va a hacer sentir un imbécil. Fue menos de un segundo y medio, pero fue ese tipo de situaciones en los que el tiempo se dilata, a veces parece que se queda quieto, el cielo se te cae en la cabeza, las piernas te tiemblan, la vista se nubla, y cuando te quieres dar cuenta tienes a un tipo de tez marrón y ojos saltones mirándote, de nuevo, fijamente, como diciendo «y ahora qué le pasa a este». Lo que sostenía ese tipo en sus manos eran dos trozos de ese pan redondo y esponjoso. En realidad, solo había que bajar la mirada, pero los sudores en las sienes y la parálisis en el resto del cuerpo me habían impedido entender el asunto. Así que agarré los dos panes, me relajé (aunque solo un poco), me sorprendí de que toda aquella comida costara tan poco y, por fin, lo entendí: los dos panes eran para mojarlos con la salsa.
Ahora, si usted es medianamente inteligente y hasta ahora ha sido capaz de seguir esta historia, se habrá dado cuenta que lo que tocaba era llevarse toda aquella comida a la boca. El problema es que tenía una mano ocupada (con el plato), la otra, también ocupada (con los dos panes que, por cierto, me quemaban), tenía las dos bolsas de verdura que había comprado antes colgando del antebrazo, una cámara de fotos al hombro, una mochila en la espalda y, además, estaba en plena calle. Que si nunca ha estado usted en la India, quizá no sepa que está llena de coches, motos, perros, vacas, ruidos de motores y cláxones, gente pasando y cruzándose por todos lados y miles de ojos que te crees que están mirando y esperando a ver qué tontería hace este. Es posible que esto último no fuera más que parte del hipocondríaco estado de nervios que tiene uno cuando se enfrenta a una situación como esta, normal y cotidiana para los mil y pico de millones de indios, pero extremadamente anormal para un turista medio como yo era en aquel momento.
Lo primero que intenté fue dejar las bolsas en el suelo para así, al menos, quitarme un peso de los antebrazos. Pero cuando doblaba las rodillas para bajar el cuerpo, quien quería bajar era la cámara de fotos que tenía en el hombro, y amenazaba con hacerlo de golpe, «poff», con la inevitable consecuencia de luego hacer «crack», y el «crack» de un objeto de 600€ daba más miedo e hipocondria que los ojos saltones de mil indios mirándome. Lo siguiente fue intentar dejar el platito en el mostrador, con el objetivo de tener, al menos, una mano libre, pero el suelo sobre el que se apoyaba estaba inclinado, con lo cual el propio tenderete también lo estaba, y cuando hice un ademán para dejarlo noté que la salsa amarilla empezaba a resbalar hacia el suelo y perder así, no ya mis 10 rupias, que son menos de 40 céntimos de euro, sino mi dignidad, o algo parecido. En estas que la mano con la que sostenía los panes, recién fritos, me quemaba, la sentía ardiendo, comenzaba a dolerme seriamente y ya no sabía con qué dedos sujetarla. La opción de dejarlos sobre el mostrador no me apetecía demasiado, puesto que las maderas roídas, ennegrecidas, llenas del polvo y la arena del ambiente, en fin, no me parecía adecuado. A todo esto, con tanto bailoteo de plato, panes fritos, bolsas de plástico, cámara al hombro y tembleque de piernas, casi pierdo el equilibrio y, de paso, la comida, que apunto estuvo de irse al garete junto con mis pertenencias. Entonces fue cuando mi compañero de al lado, el tipo del bigote manchado cuyo escupitajo se había fusionado con el suelo en una especie de barro pegajoso, hizo un gesto con la mano, le sirvieron dos panes más y este, con la delicadeza de un bailarín ruso, los tomó ligeramente con dos dedos y los posó suavemente sobre su plato de salsa.
Tan sencillo que me dieron ganas de llorar.
Hice lo mismo. Mis dedos, enrojecidos, lo agradecieron. Estuve un momento soplándolos y pidiéndoles disculpas por mi torpeza, y después cambié el platito de manos. Cuando empecé a comer me di cuenta que el pan, una masa frita y esponjosa, estaba deliciosa (de hecho, se parecía mucho, muchísimo, al sabor de los churros), y que la salsa sabía a lentejas, patatas y especias y combinaba perfectamente con los pseudo churros. Me prometí que, cuando volviera a casa, compraría un día churros, haría una salsa parecida a aquella e invitaría a mis amigos más valientes a desayunar aquello. La verdad, nunca lo hice.
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