Cuando Maclein y Parker decidieron que el tema del mes eran las ecuaciones, se me encendió una bombilla. La vi, literalmente, brillante y reluciente, un puntito de luz fulgurante en el vacío interestelar. Recuerdo perfectamente que estaba en casa de mis padres. Tenían puesto el telediario, y yo, entre la corrupción, la política, el independentismo, la crisis económica y Ronaldo y Messi, imaginaba un cierto viaje a través del espacio hacia ese lugar pequeñito que se iba haciendo más y más grande.
Serían alrededor de las tres y veintipocos. Debió ser así, porque la noticia que apareció en la pantalla es de esas que no son tan importantes, que en realidad son las interesantes. Era algo de una momia, solo que, en vez de tumbada, estaba sentada, con las piernas cruzadas en la posición del loto. Unos humanoides de ojos rasgados hablaban delante del micrófono en un paisaje de montañas y bosques. Eran en Japón, en uno de esos templos budistas de madera maciza y techos abombados.
Cuando mi cerebro conectó el audio, lo que escuché me dejó boquiabierto. No eran momias normales. Es decir, no eran de las que, una vez muertos, les sacan las vísceras, las rellenan con serrín o algún otro material perdurable y le secan la piel para que no se la coman los bichos. Eran momias de personas, monjes de hace siglos, que se habían automomificado.
Sí amigos. En China y Japón existió una técnica, que seguían algunos monjes elegidos, consistente en liberar su cuerpo de fluidos y jugos y llevarlo a un lento proceso de muerte que, una vez consumada, conservara sus cuerpos exactamente como habían sido en vida. A través de un ayuno estricto y el consumo de unas hiervas, o raíces, que no recuerdo, de una cierta planta, se iban consumiendo hasta reducirse en un ser que lo único que podía hacer era sentarse a estar concentrados, en una meditación que iba a durar para siempre.
Cuando estaba listo, se introducía al monje en un sarcófago, con forma de estatua de sí mismo, y se le colocaba en la mano una cuerdecita unida a una campana. De esta forma, el monje podía avisar día tras día que seguía con vida. Hasta que dejaba de sonar.
Al final, mi viaje espacial se volvió al contrario. Se convirtió no en un viaje hacia de ida, sino en una especie de huida de ese punto luminoso. Me cautivó la idea de esos monjes cuyo fin último era el de permanecer, impertubables, sentados en meditación hasta el fin de los tiempos. Sin vida, pero quién sabe, quizá con un ápice de consciencia en su pequeña alma.
Todas estas ideas se convirtieron en este relato: Él o Ella.
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