Llevábamos allí un par de días. Mis padres habían alquilado uno hotel de cuatro estrellas que, como era de esperar, estaba lleno de guiris. Habíamos salido a cenar a algún sitio típico, pero lo típico en aquella isla, como en tantos otros lugares de guiris, eran los bares de guiris, las tabernas que huelen a parrilla, los restaurantes de todos los lugares del mundo menos de donde nos encontrábamos, y los fish & chips, todo encapsulado en un centro comercial con palmeras, enredaderas, rótulos en inglés, alemán y ruso y olor a desodorante y cerveza.
Nos habíamos sentado en el único bar en el que el camarero parecía español. Al final resultó ser portugués, de Madeira, pero nos entendimos. Mi madre pidió algo parecido a un sandwich mixto, mi padre una hamburguesa, mi hermana un curry de lentejas y yo algo tailandés cuyo nombre no sabría repetir. A la hora de tomar una copa, un tipo con cara de inglés se subió a un mini escenario, encendió una botonera a su izquierda, cogió una guitarra y dijo algo que no entendí porque se le acopló el micrófono. Lo siguiente que recuerdo fue la cerveza en mi boca, un chiste en alemán que capté en el aire y que venía de la mesa de al lado y, por supuesto, Trash, es decir, Basura.
Siempre me pareció que versionar una canción más lento es claro síntoma de mediocridad. Sin embargo, aquel tipejo cuarentón con voz algo ronca no lo hacía nada mal. No era un gran músico, eso se notaba de lejos, pero tenía un cierto halo de romanticismo en su manera de tocar y cantar que me gustó desde el primer momento. Luego cargó con Rock’n’Roll Star, de Osasis, y siguió con algo de Blur y de Elastica, imitando a Justin Frischmann de una forma bastante peculiar que nos hizo reír a más de uno. Una más de Suede, después Radiohead, The Verve, dos o tres de Travis, una de Pulp, A Girl Like You, Girl From Mars, Better Day. En fin, aquello parecía un greatest hits del britpop, con mi hermana charlando mientras se fumaba un cigarro (había salido del armario del tabaco rubio hacía poco), mi madre loca de contenta por tenernos allí a los cuatro y mi padre sencillamente a lo suyo.
Estábamos a punto de irnos cuando sonó algo como esto:
Bueno, no era exactamente igual, pero se le pareció bastante. En realidad estaba mirando el escote de una rubia con pinta de holandesa sentada un par de mesas por delante nuestra, por lo que no la reconocí en un principio. Pero cuando cantó aquello de “libraries gave us power”, mi corazón se paró de repente. Creo que incluso salté en el asiento, porque los seis ojos sentados alrededor mía me miraron al unísono. A mí me dio igual, “then work came and made us free” me heló la piel y me congeló la garganta, y “at what price now” hizo que el universo se detuviera y se concentrada en aquel tipo de piel enrojecida por el sol del trópico y guitarra dorada.
Cerraba los párpados mientras cantaba. Sentía la canción, como si fuera suya, como si la llevara por dentro. No fue desde luego la mejor versión de todos los tiempos, pero le salía del estómago. Duró lo que tuvo que durar, es decir, cuatro minutos y veintiún segundos. No distorsionó las seis cuerdas y ni de lejos gritó cuando tocaba lo de “we only want to get drunk” o lo de “as we are not allowed to spend”. Me encantó. Si me hubiera pedido que me casara con él en ese instante no habría dudado ni un momento. Fue el hombre de mi vida durante ese breve espacio de tiempo. Se despidió con un “thank you”, apagó el botón a su izquierda, dejó la guitarra en un soporte y se largó.
Antes de volver al hotel convencí a mis padres que tenía que ir al baño. Por descontado, era mentira. Me acerqué a la barra, pregunté a la camarera que si sabía dónde estaba el músico de antes y, poniéndome una sonrisa de las que si no llego a tener ni padres ni escrúpulos habría terminado durmiendo en el cuartucho de arriba del local con ella, señaló con el dedo que se había ido por la puerta de atrás. Salí, con poca esperanza de encontrarlo, pero cuando abrí la puerta, allí estaba.
Tenía el rímel corrido y más arrugas de las que parecían de lejos. Se fumaba un cigarro. Yo no fumaba, pero le dije «hey man, have you a fag?». Me miró con cara rara, se lo pensó un momento, se metió la mano en el bolsillo de unos jeans negros extremadamente ajustados y, cuando parecía que iba a meneársela en mi cara, se sacó el paquete y un mechero. Lo siguiente fue un chispazo en el aire, humo saliendo de mi boca y un silencio incómodo. Ahogué un ataque de tos y le dije «en realidad he venido para decirte que me ha encantado, sobre todo el final». El tío se quedó mirándome, desvió la mirada hacia la carretera que teníamos enfrente y volvió a clavarme sus ojos en los míos. Es un decir. No era capaz de mantener las pupilas quietas más de tres segundos, en seguida se desviaban hacia cualquier otro sitio.
«Thank you», me dijo. «No, tío, te lo digo en serio. Me encantan los Manics. No solo es uno de mis grupos favoritos, sino que esa canción, ¡uffff! Sé que no hay muchos de mi generación que sepan cuál es, por lo menos de los españoles, pero tío, en serio, para mí es un himno». Se le iluminó la cara. «Me acuerdo que me la ponía por las noches», solté mientras apoyaba la espalda y el pie izquierdo en la pared. «Apagaba la luz, cerraba los ojos, me ponía los cascos y le daba al replay en el discman hasta que me quedaba dormido. Es uno de mis temas favoritos de todos los tiempos. Y además, es que tiene historia… ¿conoces a Richey James Edwards? Era el cuarto miembro de los Manics, ¿sabes lo que le pasó?».
Richey era el líder de los Manics. Era el guitarrista rítmico, y en verdad no es que tocara demasiado bien. En los conciertos se ponía el ampli muy bajito, cuando no lo desconectaba del todo. No le hacía falta. Tenía eso que es más necesario para ser un músico que saber tocar bien un instrumento: actitud. Era más que otra cosa el líder espiritual, quien componía las letras, hacía las portadas, ponía las frases impactantes de libros y autores raros en el libreto y en la contraportada y daba la energía punk, combativa y macarra al resto de la banda. Era el más cafre, tenía problemas serios de depresión, de anorexia y se automutilaba. Una vez, en una entrevista, un periodista le soltó que no se creía esas letras tan duras y antisistema que se gastaba, y él le respondió agarrando una cuchilla de afeitar y clavándosela en el brazo hasta escribir “4 real”. Tuvieron que llevarle al hospital y meterle 14 puntos de sutura.
Un buen día desapareció. Cogió algo así como casi 3.000 libras, dejó el coche al lado de un puente donde la gente se tiraba al vacío y no lo volvió a ver más nadie. El 23 de noviembre de 2008 fue declarado oficialmente muerto. Llevaba desparecido 13 años. Hay quien asegura que se le vio en Lanzarote, tocando la guitarra en garitos y cantando viejos temas británicos de los 90. Casualmente donde mis padres decidieron llevarnos de vacaciones el verano de 2004.
Quedaba solo un día para coger el avión y salir de aquella isla para no volver más nunca. Durante los siguientes seis días lo busqué en todos los pubs, bares y locales de guiris que me crucé por delante. Salía a pasear por las noches, por las tardes, en compañía de mis padres, de mi hermana o yo solo. La excusa oficial era que me apetecía dar una vuelta y practicar inglés y todo eso, pero en realidad era mentira. Le buscaba a él, o si no a él al menos un cartel que lo anunciara: “OASIS BLUR PULP TRAVIS MANICS, Cover Guiri at 8a.m.”. Desde la conversación (más parecida a un monólogo) que tuve mientras duró el cigarro, no había dejado de pensarlo un momento: ¿sería realmente Richey James Edwards? Tenía la misma cara de loco, usaba rímel, tocaba la guitarra y cantaba con sentimiento y cerrando los ojos. El hecho de que llevara una camisa abotonada hasta las muñecas confirmaba mis sospechas de que ocultaba el famoso “4 real” de su brazo, aunque también podría haberse debido a, yo qué sé, a que le gustaban las camisas de manga larga.
No lo encontré. No estaba. Se había volatilizado. O igual es que ganaba lo suficiente haciendo un par de noches por semana y el resto del tiempo lo pasaba con su novio en un cuchitril al lado de la playa. El día en que nos íbamos, justo cuando mi padre estaba a punto de pasar la visa para pagar los descaros de mi hermana en el minibar, el de la recepción del hotel le pasó un paquete. Alguien lo había dejado a mi nombre. No recordaba haberle dicho cómo me llamaba, y desde luego tampoco en qué hotel nos quedábamos, ni la habitación, ni nada. Cuando lo abrí en el taxi camino del aeropuerto, lo que me encontré fue esto:
Sí, una foto, y firmada. Sin frase, sin nada, una firma y ya está. Y sí, esta historia es “4 real”, pero por más que la cuente no tiene por qué creerme nadie. Porque la foto ya no está, desapareció como el mismo Richey, solo que en este caso sé perfectamente cómo y cuándo. La tiró mi madre haciendo limpieza varios años después de que me marchara de casa. «Ay, cariño, si lo hubiera sabido te la hubiera guardado». Ya, mamá, si lo hubieras sabido.
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